Suena «Sugar» de System of a Down en una oscura y húmeda sala de ensayo en Puente Alto. Distorsiones, gritos, calor y bálticas de litro. Tarde de un domingo opaco en un otoño invernal a comienzos del milenio y un pequeño puñado de imberbes dice tener una banda que se llama Curykahuyo. Instrumentos desafinados, amplificadores reventándose tratan de emular esas canciones que ahora podrían llamarse los clásicos del Nü Metal.
Un desquite de pasión adolecente que une cuatro caminos en busca de vivir eso que se veía por MTV, se escuchaba en CD’s y cassettes intercambiados y pirateados.
Curykahuyo quiere decir varias cosas, pero principalmente es la onomatopeya de voces, instrumentos, experiencias, amigos, alcohol, botillerías, plazas y drogas, sentados en la calle, en la noche, perdidos. Los cabros quisieron hacer una banda que mostrara su insurgente identidad, el rapmetal era la tolerancia implícita de las calles; una cerveza callejeada entre un punky y un rapero, compartiendo un cigarro.
La banda sonora de este grupo de otrora niños que encontraron un espacio para ser libres y reales. Como todas las familias, los años los dividieron, hasta que un regalo, un bajo que llamaba a esa pasión olvidada, encendió una reunión que ni la pandemia ni la distancia pudo impedir: desde Norrkopping en Suecia, hasta Coquimbo, pasando por el Valle del Elqui y Santiago, cada uno volvió, opinó, se acordó de los viejos temas y les dieron nueva vida, dejaron nacer unos nuevos y volvieron a ser libres y reales. Los ex niños que estuvieron perdidos se reencontraron.
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